Cuando vemos en los informativos, a esas bestias
del E.I. arrojando a homosexuales desde la azotea de un edificio de 12
plantas, nos horrorizamos, nos indignamos con total razón.
Pero, otra cosa es la legitimación de nuestra ira, de nuestro horror ante la barbarie frente al no ortodoxo.
El año 1954, una de las democracias más avanzadas
del mundo, la británica, condenó a Alan Turing, creador de los conceptos
que llevaron al nacimiento de las computadoras, y héroe de la lucha
contra la barbarie nazi, a quien debemos, junto
a otros, el adelanto del fin del III Reich en unos dos o tres años,
merced a desbloquear la codificación de los mensajes encriptados que la
Wehrmacht recibía por parte de sus mandos con órdenes militares, condenó
por “indecencia grave y perversión sexual”.
La condena le dio dos opciones: o el ingreso en
prisión, donde hubiera sufrido lo más graves abusos, o el sometimiento a
una “castración química”, una suerte de sometimiento de la libido
mediante ingesta de productos químicos. Las consecuencias
de esta segunda, que fue la adoptada por Turing, fueron su grave
deterioro físico y mental.
Una de las mentes más prodigiosas del pasado siglo,
se vio obligada, por una convención social, a un sometimiento
inaceptable, a una tortura en vida. Llegó un momento en el que no lo
pudo soportar más, inyectó cianuro en una manzana, la
mordió, y junto a esta fruta empezada encontraron su cadáver. Hay quien
dice que el logotipo de Apple, con la manzana mordida, tiene origen en
esta terrible historia. Es más que probable, y deberíamos recordarlo
todos cada vez que encendamos alguno de sus
cacharritos, a modo de modesto homenaje. Ojalá la marca de Cupertino
fuera tan desinteresada como lo fue Turing con el bien de la Humanidad.
La adaptación al cine de su historia, centrada en
el descifrado de la máquina Enigma y en su juventud (con una visión
híper romántica de la misma, destinada a reforzar la imagen de genio
incomprendido, a todos los niveles) se queda corta
al describir el martirio que sufrió Turing, los últimos meses de su
dolorosa existencia.
Del año 1954 a 2015, han pasado 61 años, que es
casi una vida. Pero en la Historia de una nación, como la británica, o
una Civilización como la occidental, es menos que un abrir y cerrar de
ojos. Por ello, aunque legitimemos nuestro odio
frente a los teocráticos, no debemos olvidar en qué fango estaban
nuestros pies antes de ayer.
Sobre la película, diré que es correcta, en algunos
tramos emocionante, pero un tanto rutinaria. Decir que Cumberbatch
actúa bien, es subrayar que en un día soleado se ve mejor que en uno
nublado. Además el papel parece escrito para él,
y salvo la molesta Keira Knightley, nadie le estorba.
No pasará a la historia. Seguramente el año que
viene no será ni un recuerdo. Pero cada vez que recordemos en Occidente
que nuestra lengua franca es el inglés, y no el alemán o que nuestro
vecino gay no nos va a violar en el parking de
la comunidad, por el hecho de ser homosexual, mucho de esto se lo
debemos al genio matemático, que murió fruto del odio y la intolerancia,
como aquel chico cayendo de una azotea en el norte de Irak.